miércoles, 18 de noviembre de 2020

ENSEÑAR A LEER - Graciela Montes


Enseñar a leer”... ¿Qué puede hacer la escuela con la lectura? ¿Qué papel puede desempeñar en el auspicio de los lectores? ¿De qué manera puede contribuir con ellos, alentar sus audacias, acompañarlos en sus titubeos, contribuir a su poética, fortalecerlos en su cualidad de sujetos de una experiencia y, a la vez, ayudarlos a ensanchar esa experiencia, prestar oído a las narraciones, las intervenciones, los registros, facilitar su ingreso al gran tapiz cultural y darles confianza en sus posibilidades para entretejerse en la trama? Y, si hay algo “enseñable” en esta experiencia de la lectura, ¿qué es?

¿Cuál es el papel del maestro, del bibliotecario, del profesor? ¿Cómo intervienen? ¿Son mentores, socios, entrenadores, guías, acompañantes...? ¿En qué escenas de lectura se piensa? Fuera de la escuela suelen entablarse vínculos entre lectores avezados y lectores más novatos, y también muchos vínculos entre colegas lectores, pares lectores, que desempeñan un papel muy importante en la historia de un lector. En general, salvo tal vez el caso del bibliotecario, son vínculos más o menos espontáneos, y muy variados. No están marcados por la edad –aunque eso a veces cuenta–, pero sí, a menudo, por la comunidad de lecturas, por el equipaje de preguntas, por los recorridos en el tapiz. Un adulto contándole un cuento a un niño. Un grupo de mujeres leyéndoles cuentos a los niños de un comedor comunitario. Una abuela que recuerda el pasado. Un hermano mayor, o más lector, un “loco de los libros” o un librero que recomiendan con entusiasmo un título... Alguien que cuenta una película, recita un poema, recorta un trozo del diario, subraya una palabra en un libro o cubre los márgenes con trozos de su lectio. Un cantautor. Una peña. Dos jóvenes descubriendo “a dúo” un poeta. Las escenas son múltiples, muchas veces casuales, y en general poco institucionalizadas.

Pero la escuela es una institución, y una institución de tradiciones fuertes. Hay destrezas e información que debe transmitir. Hay un equipaje cultural, simbólico, científico, que debe entregar a la generación siguiente. En medio de esa tarea, que es gigantesca, a veces resulta difícil recordar que la información y el equipaje simbólico no son contenidos que puedan entregarse en forma de paquete, o administrarse como dosis, sin transformación, sin dar ocasión de que entren en diálogo con los destinatarios. Las escenas pueden volverse un poco rígidas. Un maestro, un profesor tiene un saber, tiene asuntos que tratar y conocimientos que transmitir, y es importante que esté muy consciente de eso. Pero también debería ser consciente de que, por mucho saber y muchas lecturas que tenga en su espacio personal, no será el constructor del sentido del otro. Puesto que cada uno construye personalmente su lectura, también los niños pequeñísimos que no saben leer y escribir. El maestro, por mucho saber y muchas lecturas que tenga en su espacio personal, no será el constructor del sentido del otro.

Pero entonces, si el maestro no puede “traspasar” su lectura a los alumnos que tiene ahí adelante (le corresponde más bien contribuir a que cada uno de ellos cobre confianza, acepte el desafío y “lea por sí mismo”), si ni siquiera puede llevar un control fehaciente y minucioso –como pretende la llamada “comprensión del texto”– de todas y cada una de las lectio a que arribarán esos lectores que van entrando en confianza (en la medida en que dé la palabra a los lectores y desarrolle la escucha, podrá tener vislumbres, pero sólo vislumbres)... ¿Cuál es su papel? ¿Qué hay de enseñable en la experiencia que está teniendo lugar en su aula, en su biblioteca? ¿Cómo puede intervenir él –de manera consciente, deliberada, no por casualidad sino como parte de su tarea diaria– para favorecerla, ensancharla y enriquecer su trama?

Un tiempo y un lugar / la ocasión...

Lo primero que puede hacer un maestro que quiere “enseñar a leer” es crear la ocasión, un tiempo y un espacio propicios, un estado de ánimo y también una especie de comunión de lectura.

Los lectores no se encuentran con los textos en el vacío, sino –siempre– en situaciones históricas concretas, en determinado lugar y determinada hora del día, en determinado momento de su historia personal, en ciertas circunstancias, mediando ciertos vínculos... El texto no es una entelequia. Está cifrado en un cuerpo (imágenes en movimiento, una tipografía, un diseño de página, un soporte...). Nada de eso es indiferente. Y los mediadores, que hacen de nexo, de casamenteros entre el lector y el texto, quedan ligados a la experiencia misma. La voz de quien lee un cuento en voz alta, su presencia, el libro que sostiene en la mano, las ilustraciones que se espían o se adivinan, el lugar en que se desarrolla la escena, los olores y sonidos circunstanciales forman parte de la experiencia y llaman la atención sobre ella. Hay condiciones propicias y otras menos propicias, o incluso disuasivas. Hay mediadores encendidos y mediadores indiferentes...

La ocasión a veces no está, en ese caso habrá que crearla.

La escuela tiene sus rutinas, sus tiempos y sus espacios de larga tradición. Pero, si quiere dar lugar a la experiencia de la lectura personal –la que vale la pena– y permitir que se despliegue en todas sus posibilidades, deberá reservarle un lugar –en el espacio y en el tiempo– cómodo, holgado y específico. Una ocasión precisa, las condiciones necesarias y un ánimo deliberado. De modo que quede claro para todos que lo que se hará en ese espacio y ese tiempo elegidos será justo eso: leer.

(...) La escuela puede dar lugar a muchas y muy diversas maneras de leer, algunas por completo solitarias. Se puede leer simultáneamente pero en paralelo, cada uno con su texto... Se puede estudiar una lección. Se puede leer en un rincón de la biblioteca, o del aula, o leer de a dos en un recreo... Pero aquí nos interesa poner el énfasis en el círculo y recuperar la comunidad del aula, la primera y más rica comunidad de lectura que puede generar la escuela. No la única, pero sí la más propia. La escuela, si está dispuesta a asumirse como la gran ocasión y realmente “enseñar a leer”, no puede desaprovechar esa escena. Luego, ya se verá, las sociedades se irán ampliando, entretejiendo, cruzando y extendiendo, pero habrá que comenzar por el aula, la comunidad diaria, en la que habrá que dibujar ese círculo claro y contundente: “estamos leyendo”.

Graciela Montes: "La gran ocasión. La escuela como sociedad de lectura". Ministerio de Educación, Ciencia y Tecnología de la Nación. Buenos Aires, 2006.

 


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